HACIA UNA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA Y NO REGRESIVA DEL BLOQUE DE CONSTITUCIONALIDAD MEXICANO.
Guillermo Pablo López Andrade
La aspiración de cualquier jurista para integrar la Corte Suprema de la nación que le dio vida o nacionalidad; e, incluso, para ocupar cualquier asiento de la judicatura; debe necesariamente pasar por una firme vocación para querer y saber escuchar con cuidada atención a quienes, como víctimas de una injusticia, alzan la voz para exponer el sufrimiento, dolor o perjuicio que les causa el quebranto de la ley, la inobservancia de la Constitución o la cruel transgresión a sus derechos humanos.
En cualquier caso, la justicia constitucional, requiere acudir a herramientas de aplicación e interpretación que permitan construir las debidas y justas respuestas a los justiciables, en contextos que cada vez resultan más complejos en escenarios de elevada producción regulatoria, de frecuentes antinomias, lagunas legales y todo tipo de imprecisiones que impiden a los juzgadores arribar fácilmente a una decisión satisfactoria en conciencia y en derecho, que refleje el fiel cumplimiento de lo más sagrado de un juez: su juramento para servir con honorabilidad a la patria y para guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen.
Sin embargo, es propio entender que la noción de lo que implica una Constitución, detona una de las problemáticas más relevantes de la justicia constitucional; en tanto que, para algunas personas, la Constitución se reduce a las palabras o textos que expresamente contiene; en tanto que, para otras, la Constitución trasciende al papel y a las palabras impresas en ella, para alcanzar su máxima expresión en la propia historia fundacional de una nación y en su propia evolución.
La aproximación que se tenga a dicho cuestionamiento tocará el tipo de interpretación y control constitucional que lleven a cabo quienes, como integrantes de la judicatura federal, deban rendir cuentas a la sociedad sobre la forma en que han hecho honor a su juramento judicial.
Pues bien, es mi deseo ocupar un asiento en el máximo Tribunal del país, no para sólo cumplir un anhelo de antaño y que ha guiado cada una de mis decisiones de vida; sino, sobre todo, porque aspiro a mantener el legado de sabiduría, decencia, honradez, prudencia, respeto, templanza y valentía de los juzgadores a quienes he tenido la oportunidad de admirar en cercanía. Mi anhelo, pretensión y esperanza, es mantener y maximizar la dignidad que por siglos ha venido consolidando la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
No cuestiono que toda organización es propia de áreas de mejora, ni menos aun que la nación mexicana espera más de sus tribunales; y, por supuesto, aspira a contar con juzgadores que no sean indiferentes a las causas sociales. Empero, he tenido la fortuna de trabajar con juzgadores impecables y verdaderos patriotas, dignos de ejemplo; por lo que me cuesta trabajo abandonar la judicatura federal y la carrera que inicié a recorrer hace muchos años, sin al menos, darme la oportunidad de intentar el logro de un asiento en la Corte Suprema.
Un asiento, que esté comprometido en corazón y alma con los ideales de justicia que permitieron la gestación de la nación mexicana; y, con todos aquellos principios que, a lo largo de los siglos, habían permitido alcanzar la paz y la estabilidad de la República. Toda mi existencia me he preparado para dar mi vida y si es necesario mi libertad, a cambio de una patria noble y justa; y, sinceramente, no existe mejor espacio para servir a la nación, que el salón de Plenos de la Suprema Corte, en donde se toman decisiones de la mayor relevancia para frenar la injusticia, la arbitrariedad y el ejercicio abusivo del poder. Es el sitio en donde si existe autonomía e independencia, se puede salvar la democracia.
No pretendo en este ensayo fijar postura sobre la manera en que fallaría cada asunto que amerite mi intervención, puesto que ello estará siempre sujeto al análisis de las constancias de cada expediente; así como al detenido estudio que deba hacer de cada caso.
Además, el dogma de todo juzgador constitucional debe ser arribar a las sesiones siempre con la mente abierta a escuchar a los pares y a debatir con máxima decencia los temas en la necesidad de construir decisiones colegiadas que mejor permitan alcanzar los ideales de igualdad y de justicia. Aun así, lo que sí puedo enunciar, es que en el contexto de las distintas doctrinas de interpretación jurídica; no me considero un textualista, un organicista, ni aun en extremo un juzgador originalista o formado enteramente en el pragmatismo constitucional. Más bien, me observo como un funcionario de la rama judicial, que entiende a la Carta Magna a partir de la totalidad de los documentos históricos que gestaron y han dado forma a la nación mexicana, desde cuando menos 1810.
La genética de nuestra Constitución la encontramos en los ecos de las ediciones periodísticas del México insurgente, como el “Despertador Americano” de Miguel Hidalgo, “El Ilustrador Nacional” de José María Cos; “El Correo Americano del Sur” de José María Morelos o el “Semanario Patriótico Americano” de Andrés Quintana Roo”. Me parece, además, que, en todo instrumento de arquetipo constitucional de nuestra historia, es posible encontrar derechos, principios y garantías que de ninguna forma son ya reductibles y menos renunciables para la nación mexicana.
En esa idea, así como la Constitución Francesa no sólo comprende su texto de 1958, sino también la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y el preámbulo de la Constitución de 1946; me parece que la Carta Magna no está reducida a un inventario de palabras; y, que no importa si está impresa en un pliego de papel estucado o de papiro; o si tiene su honroso empaste; nuestra Constitución es, ante todo, un conjunto de valores y de principios cuyos postulados buscan la efectiva realización de los ideales supremos de Justicia; que para ser llevados a la práctica, se expresan en frases que no pueden leerse en abstracto ni menos anteponerse a los elementos fundacionales y esenciales de nuestra República. Cuando menos a nivel de derechos humanos, aquellos que se han reconocido desde 1810 y en los años venideros, no pueden quedar, cuando menos, en principio, sujetos a anulación o regresión.